miércoles, 16 de abril de 2008

Existencia


Divagando entre pensamientos frustrados encontré una respuesta a la existencia y como un vil cobarde, que sueña con algo intangible, descubrí, con una solemne angustia, que tras dicha creencia se escondía tímidamente la verdadera esperanza de mi yo humano; y adormecida y distante, agazapada entre las sombras, esperando a ser descubierta desde el umbral de mi propia existencia, coexistía como presa desolada que conoce su funesto destino.

Existir sin discurrir se dijo que no era vida, sin embargo la vida discurre en gran medida efímera, evitando discernir entre lo real e imaginario, entre lo invisible y lo palpable, entre lo prohibido y lo legitimado, entre el bien y el mal. Cuanto tiempo rondé tal meditación sin límite ni fin en la desdicha, como mariposa revoloteando entre gotas de aguacero que busca su destino al borde del abismo.

Individualmente ponemos rumbo en nuestras vidas con templanza y serenidad, con dogmas desbordantes e intensas creencias de que se está en lo correcto, que ese pensamiento es sin duda nuestro cometido, planeando con detalle cada trazo de ese viaje, sin paradas ni trasbordos, tan seguro como un buitre que devora su carroña sin pensar en el mañana; pero cuanto más se aprieta la venda de la consciencia más vasto es el desplome y más dura la repercusión en cuanto nos rodea, en cuanto a lo que hemos creado y hemos pensado fundar.

Esa caída nunca delirada, ese vaivén de espera, que destruye cuanto uno ha cimentado, no es más que el enfoque real de la pura existencia humana, la cual, mortal y delimitada, simplemente es un calamitoso átomo de polvo en el puzle de la existencia universal, insignificante para el resto del universo y, en cambio, pieza angular de la subsistencia individual, la cual, maltrecha, gira sin fin ni anhelo, sin rumbo ni destino, sin jinete ni montura, en el azar en la memoria, carambola incesante.

Y nosotros que pensábamos que nuestra vida era clave en el discurrir del resto de seres vivos, axioma principal de la existencia terrenal, incluso universal, nos percatamos que no es más que un recreo en manos de un bebé desnutrido y sin sentido ni adeudos, la vida.

Existencia divina, azar del destino, paupérrima, melancólica y bondadosa, cuantos momentos nos regala de castiza expectación, de anhelos y esperanzas, sueños y deseos, que trivial acaba siendo cuando desde la espesura de la locuacidad se mira con respeto y se acepta nuestra condición de mortales sin autoridad ni jurisdicción para descubrir con austeridad que ni siquiera tenemos el poder de vivir libres entre nuestras propias verdaderas mentiras.